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Hans-Hermann Hoppe sobre Por una nueva libertad a sus 50

Nací poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, en 1949, en la zona de Alemania Occidental ocupada por los británicos. Mis padres eran ambos refugiados, en peligro o expulsados a la fuerza de sus hogares originales en la Alemania Oriental ocupada por los soviéticos. Como otros muchos de mi generación, pues, fui criado por una generación de padres y profesores que acababan de experimentar una horrible derrota militar y que luego fueron sometidos a un trato duro y a menudo brutal por parte de ocupantes extranjeros hostiles. Humillada, maltratada e intimidada, la generación de mis padres se mantuvo en gran medida callada y siguió obedientemente la «corriente» dictada cada vez más en Occidente por los EEUU. De ahí que la «educación» de mi generación fuera en gran medida el resultado de la propaganda y el adoctrinamiento angloamericanos. Cada moda o capricho de allí, en las tierras de los vencedores, cultural o intelectual, era inmediatamente importado y adoptado con avidez por mi generación.

Desde mediados de los 1960 hasta principios de los 1970, durante mis últimos años de colegio y los inicios de mis estudios universitarios, cuando surgió y creció mi curiosidad intelectual, los EEUU había vivido el llamado movimiento por los derechos civiles, amplias manifestaciones contra la guerra de Vietnam, protestas estudiantiles masivas en demanda de «libertad de expresión» y algunos espectaculares disturbios «raciales» y «antisistema». Las ideas y motivaciones subyacentes a estos acontecimientos atravesaron rápidamente el Atlántico y se arraigaron en Alemania Occidental y muchos otros países europeos. Como joven lleno de vigor y bendecido con una «educación» americana, yo, al igual que innumerables otros de mi generación, más tarde etiquetada como la generación del 68 y pico, me convertí a las causas izquierdistas de moda representadas por tales acontecimientos, convencido como Paul Samuelson, en aquel momento el economista más destacado del mundo occidental, de la superioridad económica del socialismo sobre el capitalismo.

Sin embargo, para alegría de mis padres, mi fase izquierdista no duró mucho. Primero me encontré con Milton Friedman, entonces mencionado ocasionalmente en la prensa alemana como el principal homólogo de Samuelson en los EEUU, y me convertí en un «libremercadista» vagamente definido. De Friedman pasé a Friedrich A. Hayek, que reforzó aún más mis nuevas convicciones y que me impresionó sobre todo por sus amplios conocimientos interdisciplinarios, ausentes en gran medida en Friedman. Luego, a través de Hayek, por medio de varias notas a pie de página, descubrí a su propio mentor, Ludwig von Mises, a quien, en mi opinión, había que situar en una liga intelectual propia y a través de cuya obra me convertí en un defensor radical e intransigente del capitalismo de libre mercado.

Sin embargo, en ninguna de mis lecturas, ni siquiera en la de Mises, había encontrado ninguna duda seria sobre la necesidad de la institución de un Estado financiado con impuestos como proveedor de ley y orden. Fue un shock intelectual, por tanto, cuando finalmente descubrí al alumno americano más destacado de Mises, Murray N. Rothbard, y leí su obra Por una nueva libertad, publicada por primera vez hace cincuenta años, en 1973. En él, en los términos más claros, con el máximo rigor analítico y con una lógica impecable, Rothbard presentaba el caso completo de una sociedad sin Estado, de anarquismo de libre mercado, o «anarcocapitalismo». Los impuestos se explicaban como un robo y el Estado como una banda criminal, una red de protección o una mafia en toda regla. Y el Estado fue desenmascarado no sólo como una perversión moral, sino también como una monstruosidad económica que sólo genera despilfarro. Se presentaron razones económicas de peso para explicar la ineficacia del Estado, no sólo en todas las áreas que normalmente se consideran prerrogativas de la actividad estatal, desde la educación y el dinero hasta la beneficencia, sino también en lo que respecta a la producción de ley y orden en particular. Rothbard demostró con gran detalle que la ley y el orden también podían y debían ser producidos, por razones morales y económicas, por productores privados libremente financiados y que compitieran entre sí.

Al leer el libro me convertí en anarquista, o como más tarde preferí caracterizar mi posición intelectual, en partidario de una sociedad de ley privada pura. A mi juicio, con su obra Rothbard había llevado el edificio intelectual heredado de su propio mentor Mises a su culminación definitiva. Y, a mis ojos personales, también había redimido finalmente a América.

Por supuesto, siendo la humanidad como es, leer Por una nueva libertad ahora, por primera vez, no tendrá el mismo efecto en todo el mundo que tuvo en mí hace muchos años. Pero estoy seguro de que nadie saldrá de esa lectura sin ver el mundo con ojos muy diferentes.

[Este artículo se publica con permiso del autor y apareció recientemente en la revista italiana StoriaLibera].

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