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Escucha a los economistas muertos

El difunto economista Friedrich Hayek, celebrado esta semana en el aniversario de su cumpleaños, dejó una obra perdurable y un lugar en la historia como ganador a regañadientes de un Premio Nobel que él creía adecuado sólo para las ciencias físicas.

Pero el grado de permanencia de su obra y su legado es una cuestión importante, y no sólo para Hayek. El estado de ánimo en Occidente no es favorable a los intelectuales, y mucho menos a los intelectuales muertos. Preferimos las redes sociales y los videos cortos a los libros y las conferencias. Queremos que otro nos proporcione ideas, conceptos y noticias fácilmente digeribles, en lugar de buscar fuentes originales por nosotros mismos. No tenemos tiempo para el contexto o los matices. Con un conocimiento limitado de la historia, tendemos a fetichizar lo nuevo sobre lo viejo, la modernidad sobre la tradición y los datos sobre la teoría. En nuestra arrogancia, nos imaginamos en una nueva era en la que los viejos conocimientos y la sabiduría ya no se aplican.

Pero lo hacemos por nuestra cuenta y riesgo. El ritmo acelerado de la tecnología nos hace creer que el desarrollo humano es lineal. La tecnología, y no las viejas y polvorientas ideas de otro siglo, parece ser el principal motor del cambio. Pero la tecnología no puede responder a la vieja pregunta de si los humanos eligen la compulsión o la cooperación: no puede crear una «tercera vía» entre la libertad y la intervención. Las ideas siguen gobernando el futuro, pero a veces confundimos la nueva tecnología con las nuevas ideas.

Sin embargo, las ciencias físicas están experimentando avances muy interesantes. La ampliación de los límites de la mecánica cuántica promete aumentar drásticamente la potencia de cálculo. Los biólogos descubren miles de nuevas especies cada año. Los matemáticos demuestran nuevas teorías sobre los números primos. Los físicos e ingenieros hacen que la posibilidad de un viaje espacial privado asequible esté cada día más cerca de ser una realidad. Mientras tanto, los avances en inteligencia artificial, informática y tecnología de la información prometen alterar radicalmente nuestro mundo físico a través de la emergente Internet de los objetos. Si hay algo que sigue entusiasmando a la imaginación occidental es la posibilidad de que se produzcan avances radicales en la tecnología, todo ello debido, al menos en gran parte, a los avances (y aplicaciones) de las ciencias físicas. 

Por el contrario, las ciencias sociales y las humanidades están moribundas, reducidas a estudios hipotéticos y a disciplinas de «interseccionalidad» fabricadas. El trabajo académico en las ciencias blandas es estridente y quebradizo, mucho más preocupado por las cruzadas políticas y culturales que por enseñar a los estudiantes o dedicarse a la investigación seria. La música, el cine, el arte moderno y la literatura sufren bajo el peso de sus propias pretensiones y de sus mensajes de mano dura. Los historiadores blanquean la historia, los profesores de inglés ignoran la literatura inglesa y la sociología se convierte en una ciencia de definiciones. No es exagerado decir que no hay nada nuevo bajo el sol en estas disciplinas, al menos en lo que se refiere a avances académicos o profesionales reales.

Luego tenemos la economía, la ciencia social huérfana que se disfraza de ciencia física. La economía se ha convertido en la prima involuntaria de las matemáticas, la estadística y las finanzas, lo que explica que muchas universidades la hayan desviado a sus escuelas de negocios. El empirismo, el celoso impulso de aplicar la metodología científica a los problemas de la acción humana, insiste en que los economistas sólo tienen valor en la medida en que prueban y «demuestran» con éxito sus hipótesis.

Como resultado, la economía se ha corrompido y se ha convertido en una disciplina predictiva que no consigue predecir nada correctamente; en una disciplina prescriptiva que prescribe políticas equivocadas, y en una disciplina empírica que recoge datos pero no acierta.

Esta confusión de la ciencia económica con los negocios y la política fue un grave error, como lo atestiguó Ludwig von Mises con toda claridad:

Si fuera posible calcular el estado futuro del mercado, el futuro no sería incierto. No habría ni pérdidas ni beneficios empresariales. Lo que la gente espera de los economistas está más allá del poder de cualquier hombre mortal.

La idea misma de que el futuro es predecible, de que algunas fórmulas podrían sustituir a la comprensión específica que es la esencia de la actividad empresarial, y de que la familiaridad con estas fórmulas podría hacer posible que cualquiera se hiciera cargo de la conducción de los negocios es, por supuesto, una consecuencia de todo el complejo de falacias y conceptos erróneos que están en el fondo de las políticas anticapitalistas actuales.

Mises, quizá más que ningún otro economista de su tiempo, entendía la economía como una ciencia teórica. Esa comprensión está en el corazón de la economía austriaca, y es la razón por la que el mundo necesita desesperadamente economistas muertos hoy en día. Carl Menger, Mises, Hayek y Murray Rothbard, cuatro jinetes muertos de la escuela austriaca, tienen más que enseñarnos que mil profesores universitarios o doctores de la Ivy League en la Reserva Federal. Eran eruditos serios, de una época anterior a que los Pikettys y los Krugmans convirtieran la economía en una forma de entretenimiento pop y en un vehículo para promover el intervencionismo. 

No veneramos a los economistas muertos para mantener su lugar en alguna jerarquía académica o para satisfacer un deseo atávico de un orden intelectual inmutable. Los veneramos porque sus ideas siguen siendo válidas, porque su trabajo aporta conocimientos que hoy son muy necesarios. Los leemos y los promovemos para entender el mundo tal y como es, lleno de miles de millones de actores humanos intencionados pero a menudo irracionales. Necesitamos a los economistas muertos para que nos salven de nosotros mismos y refuten los obstinados mitos del colectivismo. Los necesitamos sobre todo porque su trabajo y sus ideas son muy superiores a las de la mayoría de los economistas vivos hoy en día. No existe una «nueva economía», sino un nuevo trabajo académico que avanza con esmero los conocimientos que nos han legado.

Una advertencia: no hagas caso a los críticos, a los guardianes y a los filtros de las mentes inferiores. Ve a las fuentes originales. Menger, Mises, Hayek y Rothbard son grandes pensadores que se entienden mejor en sus formas originales y no adulteradas.

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