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El punto ciego de Jeffrey Sachs

[Building the New American Economy: Smart, Fair, and Sustainable · Jeffrey D. Sachs. Columbia University Press, 2017 · Xx + 130 páginas].

Jeffrey Sachs no es amigo de libre mercado y yo no soy conocido por hacer reseñas favorables. Así que no cabía esperar que me gustara su nuevo manifiesto, y de hecho no me gusta. Pero un capítulo excelente casi redime el libro y la queja principal a plantear contra Sachs es que no aplica las lecciones de este capítulo en otras partes de su análisis.

Durante casi todo el libro, Sachs reclama una mayor intervención y planificación estatal de la economía. Pero el capítulo 10, “De los cañones a la mantequilla”, cuenta una historia diferente. Aquí Sachs suena como Ron Paul o Murray Rothbard, condenando rotundamente el Imperio Estadounidense.

Estados Unidos tiene una larga historia de usar medios encubiertos y públicamente conocidos para derrocar gobiernos a los que considera poco amistosos hacia los intereses de Estados Unidos, siguiendo la clásica estrategia imperial de gobierno a través de regímenes amistosos impuestos localmente. (…) Estas guerras desestabilizaron y empobrecieron a los países implicados en lugar de establecer políticas a favor de EEUU. Estas guerras de cambio de régimen fueron, con pocas excepciones, una letanía de fracasos políticos exteriores. Fueron extraordinariamente costosas para los propios Estados Unidos (pp. 81, 84).

Si en algún momento EEUU pudo permitirse una política imperial, ya no puede hacerlo. Estados Unidos ya no controla tanta producción mundial como durante el punto álgido de la Guerra Fría, así que una política imperial afecta a sus recursos de una manera inaceptable:

Estados unidos está incurriendo en deuda pública masiva y recortando en inversiones públicas urgentes en el interior para mantener una política exterior disfuncional, militarizada y costosa. (…) EEUU no puede continuar vanamente el proyecto neoconservador de dominio unipolar, ya que los recientes fracasos y el declive de la preeminencia económica estadounidense aseguran un fracaso definitivo de la visión imperial (pp. 85-86).

Por desgracia, Sachs llega a conclusiones equivocadas a partir de esta devastadora condena de la política exterior estadounidense reciente. Se queja del dinero gastado en aventuras en el extranjero, deseando en su lugar que se hubiera gastado en las inversiones nacionales que apoya. Pero no parece que a Sachs se le ocurra pensar: si el estado sigue una política exterior ineficaz y sin principios, ¿por qué debería la gente confiar en que seguirá el rumbo correcto internamente? ¿No debería Sachs, incluso desde su punto de vista, abandonar esta ciega creencia en los beneficios de la “gobernanza”?

Esos pensamientos no cruzan la mente de Sachs. Por el contrario, reclama un crecimiento masivo del estado. Necesitamos, dice, más programas públicos de “infraestructuras”: el mercado libre no puede proporcionar las carreteras, puentes, aeropuertos y los nuevos tipos de energía que necesitamos.

La estructura esencial de la nación (…) tiene al menos medio siglo de antigüedad y mucha de ella se encuentra mal estado. (…) La falta crónica de inversiones en infraestructura se remonta a los últimos 30 años, esencialmente desde que se completó el sistema de carreteras interestatales (p. 28).

¿No tenemos aquí un argumento extraordinario? La decadente infraestructura que atrae la atención de Sachs fue el resultado de la planificación pública. Fue el gobierno federal bajo Eisenhower, no el mercado libre, el que ordenó construir el sistema de carreteras interestatales. (El hecho de que muchos proyectos fueron construidos por empresas privadas no altera este punto esencial, ya que no derivaron de la demanda el mercado). Si la infraestructura está actualmente en mal estado, esto refleja el fracaso del gobierno en amortizar sus inversiones de una manera eficiente. Las empresas privadas de éxito son muy conscientes de la necesidad de reemplazo del capital. Sin embargo, ante el fracaso masivo del gobierno, Sachs reclama más gasto público en infraestructuras. ¿No sería más inteligente dar un mayor, en lugar de un menor, énfasis en el libre mercado en este asunto esencial?

Sachs apela a un dudoso principio sobre otro tema. Es un buen economista, así que reconoce los beneficios del comercio internacional: “lo primero y más importante de la expansión del comercio de EEUU con países con salarios menores es que tiende a mejorar la eficiencia, a agrandar la tarta”. Hay sin embargo, un inconveniente: el comercio también tiende “a redistribuir la tarta económica de Estados Unidos hacia el capital y los trabajadores con formación superior y alejándola de los trabajadores, especialmente de aquellos con peor formación” (p. 55).

Sachs trata estas dos tendencias de la manera esperada: reclama que intervenga el gobierno.

Los beneficios para los ganadores son normalmente lo suficientemente grandes como para compensar a los perdedores. Gravando las ganancias del comercio que reciben los capitalistas y los trabajadores con formación superior, el gobierno federal podría transferir parte de la “tarta” expandida a los trabajadores estadounidenses con peor formación. (…) El resultado neto sería que todos los grupos (capitalistas, trabajadores con formación superior y trabajadores con peor formación) estarían mejor con más comercio, después de tener en cuenta los impuestos y transferencias (p.55).

Todo esto parece bueno y santo, hasta que planteamos una pregunta: ¿por qué debería garantizarse a la gente no sufrir ningún menoscabo en su actual posición económica? El libre mercado, como insistía una y otra vez Mises, es una manera en que los recursos se transfieren de forma que puedan atender de la mejor manera posible las demandas de los consumidores. Asegurar a todos contra pérdidas impone un bloqueo sustancial a la eficiencia económica y no tiene ninguna justificación en sí mismo. Después de todo, no obligamos a que las empresas nacionales que eliminan competidores les compensen por sus pérdidas, de forma que los perdedores no se vean perjudicados. Sospecho que Sachs no consideraría esto  una reductio de su posición, sino que en su lugar extendería el principio de compensación.

Más en general, Sachs piensa que la desigualdad de riqueza y renta es un gran problema. A pesar de que “en 2016, la oficina del censo anunció una esperanzadora ganancia del 5% en la renta familiar medida entre 2014 y 2015, la mayor ganancia histórica” (p. 37), esto no satisface a nuestro autor. Ha habido un enorme aumento de la desigualdad. Las rentas de los grupos más pobres se han estancado, pero “las familias en lo más alto o cerca de ello en la distribución de rentas han disfrutado de notables aumentos en sus niveles de vida” (p. 37). Países como Dinamarca imponen impuestos más duros a los ricos que nosotros y tienen más y mejores programas sociales para los pobres. ¿No podemos emularlos y hacer las cosas mejor?

Sachs no pregunta por qué deberíamos hacer esto, sino más bien da por sentado que la desigualdad es mala. ¿Por qué es malo que algunos ganen más que otros? No es evidente que sea así. La gente normalmente quiere más dinero y la pobreza indudablemente es algo malo, pero de esto no se deduce que sea malo que algunos tengan mucho más dinero que otros. En ausencia del argumento a favor de la igualdad, las sugerencias de Sachs no son más que intentos de sustituir con sus propias preferencias las preferencias de los consumidores expresadas en el mercado libre. Por supuesto, Sachs no estaría de acuerdo, pero aunque se esté de acuerdo con él, difícilmente podremos confiar en que el estado adopte políticas éticamente correctas. Para el escepticismo acerca del papel benigno del estado, tenemos un excelente argumento en el capítulo de Sachs sobre política exterior.

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