Mises Daily

La filosofía de los pseudoprogresistas

[Este artículo apareció originalmente en Plain Talk, febrero de 1950. Está incluido en Planificación para la libertad.]

1. La dos líneas de pensamiento y políticas marxistas

En todos los países en los que no se han adoptado abiertamente una política de una socialización directa y completa, la dirección de los asuntos públicos ha estado durante muchas décadas en manos de estadistas y partidos que se califican a sí mismos como «progresistas» y desdeñan a sus oponentes como «reaccionarios». Estos progresistas a veces (pero no siempre) enfurecen si alguien les llama marxistas. En esta protesta llevan razón en la medida en que sus ideas y políticas son contrarias a algunas doctrinas marxistas y a su aplicación a la acción política. Pero se equivocan en la medida en que apoyan sin reservas los dogmas fundamentales del credo marxista y actúan de acuerdo con él. Aunque pongan en duda las ideas de Marx, el defensor de la revolución integral, suscriben una revolución gradual.

Hay en los escritos de Marx dos series distintas de teoremas incompatibles entre sí: la línea de la revolución integral, defendida en los primeros tiempos por Kautsky y luego por Lenin, y la línea «reformista» de la revolución a plazos, reivindicada por Sombart en Alemania y los fabianos en Inglaterra.

Común a ambas líneas es la condena incondicional del capitalismo y su «superestructura» política, el gobierno representativo. El capitalismo se describe como un sistema espantoso de explotación. Acumula las riquezas en un número en constante disminución de «expropiadores» y condena a las masas a una creciente miseria, opresión, esclavitud y degradación. Pero es precisamente este complicado sistema el que «con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza» acaba trayendo la salvación. La llegada del socialismo es inevitable. Aparecerá como resultado de las acciones de los proletarios con conciencia de clase. El «pueblo» finalmente triunfará. Todas las maquinaciones de los malvados «burgueses» están condenadas al fracaso.

Pero aquí las dos líneas se bifurcan.

En el Manifiesto Comunista, Marx y Engels diseñaban un plan para la transformación paso a paso del capitalismo en socialismo. Los proletarios debían «ganar la batalla de la democracia» y así alzarse al puesto de clase dirigente. Luego deberían usar su supremacía política para arrebatar, «gradualmente», todo el capital a la burguesía. Marx y Engels dan instrucciones bastante detalladas de las diversas medidas a las que recurrir. No es necesario citar por extenso sus planes de batalla. Sus diversas partes son familiares para todos los estadounidenses que hayan vivido los años del New Deal y del Fair Deal.

Más importante es recordar que los propios padres del marxismo calificaban las medidas que recomendaban como «intrusiones despóticas en los derechos de propiedad y las condiciones de producción burguesa» y como «medidas que parecen económicamente insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasan, necesitando más intrusiones sobre el antiguo orden social y son inevitables como medios para revolucionar completamente el modo de producción».1

Es evidente que todos los «reformistas» del último centenar de años se dedicaron a la ejecución del plan descrito por los autores del Manifiesto comunista en 1848. En este sentido, la Sozialpolitik de Bismarck, así como el New Deal de Roosevelt tienen justo derecho al adjetivo marxista.

Pero por otro lado, Marx también concibió una doctrina radicalmente distinta de la expuesta en el Manifiesto y completamente incompatible con él. Según esta segunda doctrina

Ninguna formación social desaparece nunca antes de que todas las fuerzas productivas se desarrollen con la amplitud suficiente y los nuevos métodos de producción nunca aparecen antes de que las condiciones materiales de su existencia hayan nacido del seno de la sociedad anterior.

La completa maduración del capitalismo es el requisito previo indispensable para la aparición del socialismo. No hay nada más que una vía hacia la realización el socialismo, que es la evolución progresiva del propio capitalismo, que, mediante las irremediables contradicciones del modo capitalista de producción, causan su propio colapso. Independientemente de las voluntades de los hombres, este proceso «se ejecuta mediante la operación de las leyes propias de la producción capitalista».

La máxima concentración de capital por un pequeño grupo de expropiadores por un lado y el inaguantable empobrecimiento de las masas explotadas por otro son los factores que por sí solos pueden dar lugar a la gran revolución que acabará con el capitalismo. Solo entonces se acabará la paciencia de los desdichados asalariados y, con un repentino golpe en una revolución violenta eliminarán la «dictadura» de los viejos y decrépitos burgueses.

Desde el punto de vista de esta doctrina, Marx distingue entre las políticas de los pequeñoburgueses y las de los proletarios con conciencia de clase. Los pequeñoburgueses, en su ignorancia, ponen todas sus esperanzas en las reformas. Ansían restringir, regular y mejorar el capitalismo. No ven que todos esos intentos están condenados al fracaso y empeoran las cosas, no las mejoran. Pues retrasan la evolución del capitalismo y por tanto la llegada de su madurez que, por sí sola, puede producir la gran debacle y por tanto alejar a la humanidad de los males de la explotación.

Pero los proletarios, ilustrados por la doctrina marxista, no se dedican a estas ensoñaciones. No se embarcan en planes ociosos para una mejora del capitalismo. Por el contrario, reconocen en todo progreso del capitalismo, en todo empeoramiento de sus propias condiciones y en toda nueva reaparición de crisis económicas, un progreso hacia el inevitable colapso del modo capitalista de producción. La esencia de sus políticas es organizar y disciplinar sus fuerzas, los batallones militantes del pueblo, para estar listos cuando llegue el gran día de la revolución.

El rechazo a las políticas pequeñoburguesas se refiere también a las tácticas sindicales tradicionales. Los planes de los trabajadores de aumentar los salarios y sus niveles de vida dentro del marco del capitalismo mediante sindicalización y huelgas son vanos. Pues la tendencia inevitable del capitalismo, dice Marx, no es aumentar sino disminuir el nivel medio de los salarios. Consecuentemente, aconsejaba a los sindicatos cambiar completamente sus políticas. «En lugar del lema conservadorUn salario justo para una jornada laboral justa, tendrían que inscribir en su enseña la consigna revolucionaria: Abolición del sistema salarial».

Es imposible reconciliar estas dos variedades de doctrinas marxistas y políticas marxistas. Se excluyen entre sí. Los autores del Manifiesto comunista recomendaban en 1848 precisamente aquellas políticas que sus libros y panfletos posteriores calificaban como tonterías pequeño burguesas. Pero nunca rechazaron su plan de 1848. Prepararon nuevas ediciones del Manifiesto. En el prólogo de la edición de 1872, declaraban que los principios para la acción política descritos en 1848 tenían que mejorarse, ya que las medidas prácticas deben ajustarse siempre a las condiciones históricas cambiantes. Pero en este prólogo no estigmatizan dichas reformas como resultado de una mentalidad pequeñoburguesa. Así que se mantenía el dualismo de las dos líneas marxistas.

Estaba perfectamente de acuerdo con la línea revolucionaria intransigente que los socialdemócratas alemanes votaron en el Reichstag en los ochenta contra la legislación de seguridad social de Bismarck y que su apasionada oposición frustrara la intención de Bismarck de socializar el sector alemán del tabaco. No es menos coherente con esta línea revolucionaria el que los estalinistas y sus secuaces describan el New Deal estadounidense y las medicinas patentadas keynesianas como ardides inteligentes pero inútiles, pensados para salvar y conservar el capitalismo.

El antagonismo actual entre los comunistas por un lado y los socialistas New Dealers y keynesianos por otro, es una polémica acerca de los medios a recurrir para alcanzar el objetivo común de ambas facciones, que es el establecimiento de una completa planificación centralizada y la total eliminación de la economía de mercado. Es una pugna entre dos facciones en la que ambas tienen razón en referirse a las enseñanzas de Marx. Y es verdaderamente paradójico que en esta polémica el derecho de los anticomunistas a la calificación de «marxista» se base en un documento llamado manifiesto comunista.

2. La guía de los progresistas

Es imposible entender la mentalidad y la política de los progresistas si no se tiene en cuenta el hecho de que el Manifiesto comunista es para ellos al tiempo manual y biblia, la única fuente fiable de información sobre el futuro de la humanidad, así como el código definitivo de conducta política. El Manifiesto comunista es la única obra de los escritos de Marx que han leído realmente con detenimiento. Aparte del Manifiesto, solo conocen unas pocas frases fuera de contexto y sin ninguna relación con los problemas de las políticas actuales. Pero del Manifiesto han aprendido que la llegada del socialismo es inevitable y transformará la tierra en un Jardín del Edén. Se hacen llamar progresistas y llaman a sus oponentes reaccionarios precisamente porque, luchando por la dicha que va a venir, están transportados por la “ola del futuro”, mientras que sus adversarios están comprometidos con el desesperado intento de detener la rueda del destino y la historia. ¡Qué cómodo es saber que tu propia causa está destinada a la conquista.

Luego los profesores, escritores, políticos y funcionarios progresistas descubren en el Manifiesto un pasaje que adula especialmente su vanidad. Pertenecen a esa «pequeña parte de la clase dirigente», a esa «porción de los ideólogos burgueses», que se han convertido al proletariado, «la clase que tiene el futuro en sus manos». Así que son miembros de esa élite «que se ha alzado a sí misma hasta el nivel de comprender teóricamente los movimientos históricos en su conjunto».

Aún más importante es el hecho de que el Manifiesto les proporciona una armadura que les pone a salvo de toda crítica lanzada contra sus políticas. El burgués describe estas políticas progresistas como «económicamente deficientes e insostenibles» y piensa que han demostrado por tanto su inadecuación. ¡Qué equivocados están! A los ojos de los progresistas, la excelencia de estas políticas consiste en el mismo hecho de que son «económicamente deficientes e insostenibles». Pues esas políticas son exactamente, como dice el Manifiesto, «inevitables como medios para revolucionar el modo de producción».

El Manifiesto comunista sirve como guía no solo para el personal de los grupos siempre crecientes de burócratas y pseudoeconomistas. Revela a los autores «progresistas» la misma naturaleza de la «cultura de la clase burguesa». ¡Qué desgracia es la llamada civilización burguesa! Por suerte, los ojos de los escritores autocalificados como «liberales» se han abierto gracias a Marx. El Manifiesto les dice la verdad acerca de la atroz avaricia y depravación de la burguesía. El matrimonio burgués es «en realidad un sistema de comunidad de mujeres». El burgués «ve en su mujer un mero instrumento de producción». Nuestro burgués, «no contento con tener las esposas e hijas de sus proletarios a su disposición, por no hablar de las prostitutas comunes, tiene su mayor placer en seducir las esposas de otros». En esta línea, innumerables novelas y obras de teatro retratan las condiciones de la sociedad podría del capitalismo decadente.

¡Qué distintas son las condiciones en el país cuyos proletarios, la vanguardia de lo que los grandes fabianos, Sidney y Beatrice Webb, llamaban la Nueva Civilización, ya han «liquidado» a los explotadores! Puede concederse que los métodos rusos no pueden considerarse en todos sus aspectos como un patrón a adoptar por los «liberales» occidentales. También puede ser cierto que los rusos, justamente irritados por las maquinaciones de los capitalistas occidentales que están incesantemente planeando un derrocamiento violento del régimen soviético, se enfaden y a veces den paso a su indignación con un lenguaje poco amistoso. Pero permanece el hecho de que en Rusia, la palabra del Manifiesto comunista se ha hecho carne. Aunque bajo el capitalismo «los trabajadores no tienen país» y «no tienen nada que perder salvo sus cadenas», Rusia es la verdadera patria de todos los proletarios del mundo entero. En un sentido puramente técnico y legal, puede estar mal que un americano o canadiense entregue documentos estatales confidenciales o diseños secretos de nuevas armas a las autoridades rusas. Desde un punto de vista superior, puede ser comprensible.

3. La lucha de Anderson contra el destruccionismo

Esa era la ideología que se apropió de los hombres que en las últimas décadas controlaron la administración y determinaron el curso de los asuntos americanos. Fue contra esa mentalidad contra la que tuvieron que luchar los economistas al criticar el New Deal.

El más importante de estos disidentes fue Benjamin McAlester Anderson. A lo largo de todos estos desdichados años, fue el editor y único autor, primero del Chase Economic Bulletin (publicado por el Chase National Bank) y luego del Economic Bulletin (publicado por la Capital Research Company). En sus brillantes artículos analizaba las políticas cuando estaban todavía en estado de desarrollo y luego de nuevo cuando sus desastrosas consecuencias habían aparecido. Levantaba su voz advirtiendo cuando aún había tiempo para evitar las medidas inadecuadas y luego nunca dejaba de mostrar cómo el caos que se había producido rechazando sus objeciones y sugestiones previas podía reducirse en todo lo posible.

Su crítica nunca fue simplemente negativa. Siempre trató de indicar vías que pudieran sacar de callejones sin salida. Su mente era constructiva.

Anderson no fue un doctrinario alejado del contacto con la realidad. En su trabajo como economista del Chase National Bank (de 1919 a 1939) tuvo amplias oportunidades de aprender todo acerca de las condiciones económicas americanas. Su familiaridad con los negocios y la política europeos no fue superada por ningún otro americano. Conocía íntimamente a todos los hombres que eran fundamentales en la dirección de la banca, negocios y política nacionales e internacionales. Estudiante infatigable, conocía bien el contenido de los documentos estatales, los informes estadísticos y muchos papeles confidenciales. Su información era siempre completa y actualizada.

Pero sus cualidades más eminentes eran su inflexible honradez, su decidida sinceridad y su inquebrantable patriotismo. Nunca cedía. Siempre decía libremente lo que consideraba verdad. Si hubiera estado dispuesto a suprimir o solo a suavizar su crítica de las políticas populares, pero repulsivas, le habrían ofrecido los puestos y cargos más influyentes. Pero nunca transigió. Esta firmeza le caracteriza como uno de los personajes más importantes en esta época de supremacía de los oportunistas.

Su crítica de la política de dinero fácil, de la expansión del crédito y la inflación, del abandono del patrón oro, de los presupuestos desequilibrados, del gasto keynesiano, del control de precios, de las subvenciones, de las compras de plata, del arancel y de muchas otras cosas similares, era aplastante. Los defensores de estas panaceas no tenían la más remota idea de cómo rebatir sus objeciones. Todo lo que hicieron fue rechazar a Anderson por «ortodoxo». Aunque los efectos no deseados de las políticas «heterodoxas» que había atacado nunca dejaron de aparecer exactamente como él predijo, casi nadie en Washington prestó ninguna atención a sus palabras.

La razón es evidente. La esencia de la crítica de Anderson era que todas estas medidas eran «económicamente insuficientes e insostenibles», que eran «intrusiones despóticas» en las condiciones de producción, que «necesitaban más intrusiones» y que debían acabar destruyendo todo nuestro sistema económico. Pero estos eran justamente los fines que buscaban los marxistas de Washington. No les importaba sabotear todas las instituciones esenciales del capitalismo, ya que a sus ojos el capitalismo era el peor de los males y estaba condenado de todas maneras por las leyes inexorables de la evolución histórica. Su plan era crear, paso a paso, el estado social de planificación centralizada. Para alcanzar este objetivo, habían adoptado las políticas «insostenibles» que el Manifiesto comunista había declarado que era «inevitables como medio para revolucionar completamente el modo de producción».

Anderson nunca se cansó de apuntar que los intentos de rebajar el tipo de interés por medio de la expansión del crédito deben generar un auge artificial y su inevitable consecuencia, la depresión. En este sentido, había atacado, mucho antes de 1929, la política de dinero barato de los veinte y, posteriormente de nuevo, mucho antes de la quiebra de 1937, la prima de inyección del New Deal. Predicaba a oídos sordos. Pues sus oponentes habían aprendido de Marx que la recurrencia de las depresiones es un resultado necesario de la ausencia de planificación centralizada y no puede evitarse donde haya «anarquía de producción». Cuanto mayor pueda ser la crisis, más cerca estará el día de la salvación en el que el socialismo sustituya al capitalismo.

La política mantener los niveles salariales, ya sea por decreto público o por violencia e intimidación sindicales, por encima de la altura que habría determinado el mercado laboral no intervenido, crea desempleo masivo prolongado año tras año. Al hablar de las condiciones americanos, así como de las de Gran Bretaña y otros países europeos, Anderson una y otra vez se refería a esta ley económica, que, como incluso Lord Beveridge había afirmado unos pocos años antes, no ha sido rebatida por ninguna autoridad competente. Sus argumentos no impresionaron a aquellos que se presentaban como «amigos de los trabajadores». Consideraban la supuesta «incapacidad de generar empleos en absoluto» de la empresa privada como inevitable y estaban resueltos a utilizar el desempleo masivo como palanca para el cumplimiento de sus designios.

Si se quiere repudiar las arremetidas de comunistas y socialistas y proteger a la civilización occidental de la sovietización, no basta con exponer la esterilidad e impropiedad de las políticas progresistas que supuestamente pretenden mejorar las condiciones económicas de las masas. Lo que hace falta es un ataque frontal sobre toda la red de mentiras marxistas, veblenianas y keynesianas. Mientras los silogismos de estas pseudofilosofías mantengan su inmerecido prestigio, el intelectual medio continuará culpando al capitalismo de todos los efectos desastrosos de los planes y dispositivos anticapitalistas.

4. La historia económica póstuma de Anderson

Benjamin Anderson dedicó los últimos años de su vida a la redacción de un gran libro, la historia financiera y económica de nuestra era de guerras y progresiva desintegración de la civilización.

Las obras históricas más eminentes han provenido de autores que escribieron la historia de su propio tiempo para una audiencia contemporánea con los acontecimientos registrados. Cuando la penumbra empezó a descender sobre la gloria de Atenas, uno de sus mejores ciudadanos se dedicó a Clío. Tucídides escribió la historia de las Guerras del Peloponeso y de la funesta dirección de la política ateniense no simplemente como un estudioso no afectado por ella. Su mente entusiasta había entendió completamente el desastroso significado del rumbo hacia el que se encaminaban sus conciudadanos. Él mismo había estado en política y en las fuerzas combatientes. Al escribir historia quería servir a sus conciudadanos. Quería aconsejarlos y advertirlos, detener su marcha hacia el abismo.

Esas eran también las intenciones de Anderson. No escribía meramente para que las cosas quedaran registradas. Si historia en cierto modo era también una continuación y recapitulación de su examen e interpretación críticos de los acontecimientos contemporáneos indicados por sus boletines y otros escritos. No es una crónica de un pasado muerto. Trata de fuerzas que todavía están funcionando y extendiendo ruina. Como Tucídides, Anderson ansiaba servir a quienes quisieran un conocimiento exacto del pasado como clave para el futuro.

También como Tucídides, Anderson desgraciadamente no vivió para ver publicado su libro. Después de su prematura muerte, muy lamentada por todos sus amigos y admiradores, la D. Van Nostrand Company lo publicó, con un prólogo de Henry Hazlitt, bajo el título de Economics and The Public Welfare: Financial and Economic History of the United States, 1914–1946 .Contiene más de lo que indica su título, pues la historia económica y financiera de Estados Unidos en este periodo estaba tan íntimamente entrelazada con la de todas las demás naciones que su relato abarca toda la órbita de la civilización occidental. Los capítulos que tratan los asuntos británicos y franceses son sin duda lo mejor que se ha dicho acerca de la decadencia de estos países en un tiempo florecientes.

Es muy difícil para un crítico seleccionar del tesoro de información, sabiduría y agudo análisis económico reunido en este volumen las gemas más preciosas. El lector entendido se ve cautivado desde la primera página y no lo abandonará hasta que haya llegado a la última.

Hay gente que piensa que la historia económica olvida lo que llaman el «aspecto humano». Ahora, el campo apropiado de la historia económica son precios y producción, dinero y crédito, impuestos y presupuestos y otros fenómenos similares. Pero todas estas cosas son el resultado de voluntades y acciones humanas, planes y ambiciones. El tema de la historia económica es el hombre con todo su conocimiento e ignorancia, sus verdades y errores, sus virtudes y defectos.

Citemos una de las observaciones de Anderson. Al comentar el abandono de América del patrón oro, señala:

No hay necesidad en la vida humana más grande que la de que los hombres deban confiar entre sí y deban confiar en sus gobiernos, creer en sus promesas y deban mantener promesas para que se creen promesas futuras para que sea posible esa cooperación de confianza. La buena fe (personal, nacional e internacional) es el primer requisito previo de una vida decente, de un funcionamiento constante de la industria, de fortaleza financiera del gobierno y de la paz internacional. (pp. 317-318)

Esas fueron las ideas que llevaron a los autodenominados progresistas a despreciar a Anderson como «ortodoxo», «pasado de moda», «reaccionario» y «victoriano». Sir Stafford Cripps, que negó solemnemente doce veces que fuera a cambiar nunca la relación oficial de la libra frente al dólar y lego, tras hacerlo, declaró que naturalmente no podía admitir la intención de hacerlo, es más de su gusto.

  • 1Es importante tener en cuenta que las palabras “necesitando más intrusiones sobre el antiguo orden social” no parecen en el texto original alemán del Manifiesto, ni en las posteriores ediciones autorizadas alemanas. Fueron insertadas en 1888 por Engels en las traducción de Samuel Moore, que se publicó con el subtítulo: «Traducción autorizada al inglés, editada y anotada por Frederick Engels».
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